Lecturas para undécimo grado
Viernes 27 de marzo de 2020
Jueves 26 de marzo de 2020
Miércoles 25 de marzo de 2020
Viernes 20 de marzo de 2020
Jueves 19 de marzo de 2020
Viernes 13 de marzo de 2020
Jueves 12 de marzo de 2020
Martes 10 de marzo de 2020
Lunes 09 de marzo de 2020
Sábado 07 de marzo de 2020
Viernes 06 de marzo de 2020
Jueves 05 de marzo de 2020
Miércoles 04 de marzo de 2020
Martes 03 de marzo de 2020
Lunes 02 de marzo de 2020
Jueves 27 de febrero de 2020
ÚLTIMA LECTURA DE PRIMER PERIODO
Sábado 28 de marzo de 2020
Graffiti
Por: Armando Silva
Graffiti
Por: Armando Silva
CONDICIONES
HISTÓRICAS Y SOCIALES PRELIMINARES
1.1.
LA
ACCIÓN PECULIAR DE UNA ESCRITURA.
El graffiti es una escritura que, al situarse del lado de la prohibición
social, realza, de manera peculiar, la acción que la ejecuta. Quien elabora sus
trazos los realiza concibiendo los signos de un mensaje, pero al mismo tiempo
adelanta un recorrido físico y mental, propio de un cuerpo tensionado,
situación ésta inseparable del resultado escrito. El graffiti se escribe en
movimiento, digamos, y por ello pensamos en una acción que ejecuta una
escritura o, si se quiere, un tipo de escritura cualificado por la acción.
Escritura y acción corresponden a dos universos bien distintos. Mientras que la
escritura atiende a la representación de conceptos por medio de signos
convencionales, la acción define el movimiento, bien de un cuerpo o de una
fuerza, según definiciones más o menos establecidas en cualquier diccionario
(LAROUSSE, 1980, págs. 14-19). De esta manera la noción de escritura aparece
vinculada al pensamiento, mientras que la noción de acción se asocia al cuerpo;
al cotejar, de nuestra parte, la escritura con la acción, no desconocemos que
sea un acontecimiento previsible para, prácticamente, todos los sistemas de
representación, sino que queremos señalar, para el caso del graffiti, una
continuidad explícita que define su materialización. Lo dicho parece derivarse,
justamente, de la misma evolución etimológica del término, como de otros
vocablos sustitutos que han aparecido recientemente.
Graffiti
Por: Vicente Luis Mora
Las
novedades generan resistencia. Incluso a quienes las buscamos, es cierto. Pero
hay que vencerla y reconocer que, como decía Rimbaud , "las
invenciones de lo desconocido exigen formas nuevas".
Yo era resistente ante el grafitti, o grafito, que es
como la Real Academia denomina al "letrero o dibujo
circunstanciales, generalmente agresivos y de protesta, trazados sobre una
pared u otra superficie resistente". No entendía por qué Pablo García
Casado le dedicaba artículos de prensa a Cane , un insistente
grafitero cordobés. Veía esas formas gordas, onduladas e ilegibles pintadas en
la pared como una muestra más de suciedad, una excrecencia pandémica de la
personalidad. Pero gradualmente me he dado cuenta de que hay dos clases de
graffiti, el que no es más que explosión gamberra, y aquel que oculta una
auténtica vocación artística, un modo de intervención en la ciudad, para
enseñarnos su otro lenguaje. El poeta Julio Espinosa acaba de publicar un
poemario, NN, donde escribe: "sólo unos cuantos graffitis /
embadurnando las paredes / dan cuenta / de este territorio / ajeno a toda
estadística".
Los grafiteros son perseguidos por la policía, por las
asociaciones de vecinos, por los revisores de RENFE, por los tiempos. Son los
únicos escritores que, en países democráticos, se juegan penas de multas y
prisión por dejar su mensaje.
Son los únicos artistas perseguidos, porque la ley no
discrimina entre los mantas ensuciaparedes y los artistas del spray. Todos
deben poner tierra por medio cuando alguien se acerca con una linterna,
preguntando: "¿qué hacéis ahí?". El graffitero es un
artista del silencio, del bote de pintura, de la huida.
En Inglaterra hay algunos que venden por miles de libras
sus piezas, como el desconocido Banksy , que parece ha podido ser fotografiado
recientemente por un teléfono móvil. La situación lo dice todo sobre nuestro
tiempo: un paseante anónimo consigue, gracias a un teléfono, lo que los
periodistas y policías ingleses no habían logrado en lustros: encontrar al
hombre que soltó en Disneylandia un globo con la forma de un preso de
Guantánamo, al hombre que coge las líneas amarillas de aparcamiento y las
continúa para hacer flores en las paredes, al hombre que hizo un Stonehenge
alternativo con lavabos portátiles. Estamos en la edad de lo que huye. Por eso
el futuro es del graffiti.
Arte rupestre resurge y reencarna en el graffiti
NANCY MÉNDEZ
Cabe destacar que la necesidad de expresar todo lo que sucede a nuestro
alrededor ha sido una constante. Con la motivación básica de mostrar y relatar
en espacios públicos. Sólo han cambiado las técnicas, los conocimientos y los
aprendizajes. El arte, desde sus orígenes, no es sino la reproducción por medio
de imágenes, del ambiente real en que vive el hombre.
En el período de
florecimiento de la sociedad primitiva, el hombre podía plasmar con exactitud
el aspecto exterior de distintos objetos, de los fenómenos de la naturaleza,
entre otras cosas. Hoy miramos esas pinturas y vemos que nos están contando una
historia, la historia de las comunidades. Que nos hablan de cómo era el mundo
que les tocó vivir. Es en este contexto histórico del desarrollo de la sociedad
en que surge el arte rupestre y es el que determinó su papel y función se
comunicación y de expresión artística.
Es en este contexto histórico en que
desde sus simientes el arte rupestre resurge y se reencarna en el graffiti como
una respuesta, como una necesidad de la historia. Recordemos que el arte desde
su nacimiento, es la reproducción por medio de imágenes artísticas del ambiente
real en que vive el hombre.[OBJECT]
El graffiti tiene sus orígenes en el
esclavismo, y seguramente como una expresión en contra del orden establecido.
Los arqueólogos han encontrado graffiti en las ruinas de las antiguas ciudades.
En el lenguaje común, graffiti incluye lo que también se llama pintas: es decir
pintar en las paredes, letreros, preferentemente de contenido político o social
sin el permiso del dueño, como una forma de manifestación. Muchas personas
confunden al graffiti con lo que hacen los vándalos, quienes se encargan de
ensuciar las paredes con aerosoles, pintando lugares públicos y los históricos,
sin ningún tipo de miramiento o respeto.
Existe quienes utilizan ese arte para
expresar un sentimiento, un ideal, un mensaje reflexivo o un reclamo político o
social, en fin, nos dan su visión particular del Mundo. El graffiti es un medio
de expresión de los marginados, de los clandestinos y perseguidos por ir en
contra del orden establecido. Este arte está hecho para ser visto por muchos,
pero es entendido por pocos. La diferencia de estos dos grupos, Vándalos y
Graffiteros, es que los vándalos pintan para marcar su territorio, mientras que
los verdaderos graffiteros pintan para manifestar su arte. Cuando no se
entiende la diferencia de estos dos grupos surge la mala reputación de este
Arte Callejero.
Graffiti: ¿Arte o vandalismo?
Por: Andrés Felipe Jara Moreno
Ha quedado nuevamente al descubierto la complejidad que supone aproximarse conceptualmente a este fenómeno urbano cuyas implicaciones culturales, económicas, políticas y sociales van más allá del acto en sí, imponiéndonos, por lo tanto, el reto de trabajar articuladamente, desde distintas disciplinas y frentes, para poder darle un tratamiento adecuado, que esté a la altura de las expectativas y exigencias de los ciudadanos que habitamos en las convulsionadas ciudades del mundo de hoy. En este sentido, la discusión sobre el grafiti no debería seguir siendo reducida a una simple calificación –o descalificación- entre arte y vandalismo ya que cuando esto sucede normalmente se termina recurriendo al sistema judicial y carcelario para resolver el asunto de la peor forma. ¿Por qué?
Principalmente, porque se estaría desconociendo la naturaleza contradictoria y desigual de las ciudades y, como tal, la interacción necesaria entre polos opuestos, mediante la supremacía de un único valor estético. Al respecto, no sobraría recordar que ha sido precisamente gracias a esta fuerte dicotomía que los grafiteros han encontrado en el espacio público el lugar ideal para dejar plasmados sus mensajes de rebeldía y resistencia con los cuales, antes que nada, pretenden cuestionar el ejercicio del poder dominante a pesar de que a muchos transeúntes nos parezcan de mal gusto, incluso perturbadores.
Pero, de eso se trata. De golpear la ciudad con intervenciones concretas y espontáneas que la ayuden a salir de su letargo y que, de paso, nos sirvan para problematizar contextos y dialogar colectivamente sobre una situación específica. Porque es básicamente en la agresividad y la transgresión de los límites establecidos donde está la razón de ser y la fuerza del graffiti (Caldeira: 2003). Algo que evidentemente no puede ser borrado de un solo brochazo.
Las ciudades, parafraseando a Robert Park, y particularmente las grandes ciudades de los tiempos modernos son, con todas sus complejidades y artificios, la creación más majestuosa del hombre, el más prodigioso de los artefactos humanos. Deberíamos concebirlas, entonces, no solamente como los talleres de la civilización sino también como el hábitat natural del hombre civilizado.
Es preciso, por consiguiente, multiplicar las perspectivas de construcción de historias colectivas y alternativas que favorezcan la diversidad urbana incluyendo, desde luego, a los grafiteros. Aunque la recuperación de la seguridad en el espacio público sea una de las principales prioridades del Alcalde de turno esta no puede hacerse a costa de la libertad de expresión de los individuos. Mucho menos a sabiendas de que el espacio público no es un receptáculo estático donde las personas viven sino que es algo diaria y activamente producido y reproducido por nuestras vivencias, elecciones y relaciones con los demás. Aún es posible pensar de otro modo la ciudad.
Martes 24 de marzo de 2020Rosa
Episodio histórico
Por: José Victorino Lastarria
Era el 12 de febrero de 1818: el ruido de las campanas, las salvas de artillería, las músicas del ejército, los vivas del pueblo que llena las calles i plazas, todo anuncia que se está jurando la independencia de Chile!
¡La patria es libre, gloria a los héroes que en cien batallas tremolaron victoriosos el tricolor! ¡Prez i honra eterna a los que derramaron su sangre por la libertad i ventura de Chile!…
En el templo de las Capuchinas pasaba en ese instante otra escena bien diversa: las puertas estaban abiertas, los altares iluminados, algunos sacerdotes celebrando; una que otra mujer piadosa oraba. Las monjas entonaban el oficio de difuntos, su lúgubre campana heria el aire con sones plañideros. En el centro del coro se divisaba, al través de los enrejados, un ataud…
Ese ataud contenia el cadáver de la hija del marques de Aviles, estaba bella i pura como siempre, i su frente orlada con una guirnalda de rosas.
NOTA: En este texto el autor utiliza su propia ortografía.
Lunes 23 de marzo de 2020El recto
Por: Juan Ramón Jiménez
Tenía la heroica manía bella de lo derecho, lo recto, lo cuadrado. Se pasaba el día poniendo bien, en exacta correspondencia de líneas, cuadros, muebles, alfombras, puertas, biombos. Su vida era un sufrimiento acerbo y una espantosa pérdida. Iba detrás de familiares y criados, ordenando paciente e impacientemente lo desordenado. Comprendía bien el cuento del que se sacó una muela sana de la derecha porque tuvo que sacarse una dañada de la izquierda.
Cuando se estaba muriendo, suplicaba a todos con voz débil que le pusieran exacta la cama en relación con la cómoda, el armario, los cuadros, las cajas de las medicinas.
Y cuando murió y lo enterraron, el enterrador le dejó torcida la caja de la tumba para siempre.
Sábado 21 de marzo de 2020Una pequeña fábula
Por: Franz Kafka
¡Ay! -dijo el ratón-. El mundo se hace cada día más pequeño. Al principio era tan grande que le tenía miedo. Corría y corría y por cierto que me alegraba ver esos muros, a diestra y siniestra, en la distancia. Pero esas paredes se estrechan tan rápido que me encuentro en el último cuarto y ahí en el rincón está la trampa sobre la cual debo pasar.
-Todo lo que debes hacer es cambiar de rumbo -dijo el gato…y se lo comió.
Cobardía
Por: Joris-Karl Huysmans
La nieve cae en grandes copos, el viento sopla, el frío hace estragos. Regreso a casa deprisa, preparo el fuego, la lámpara. Espero a mi amante. Cenaremos juntos en mi casa; he encargado la cena, he comprado una botella de vino de Borgoña, una hermosa tarta con frutas en almíbar (¡es tan golosa!). Son las seis, espero. La nieve cae en grandes copos, el viento sopla, el frío hace estragos; atizo el fuego, cierro las cortinas, cojo un libro, mi viejo Villon. ¡Qué inefable delicia! Cenar en casa los dos junto al fuego. Suenan en el reloj de pared las seis y media; presto atención para comprobar si sus pasos tocan levemente la escalera. Nada, ningún ruido. Enciendo mi pipa, me arrellano en mi sillón, pienso en ella. Las siete menos cinco. ¡Ah! ¡al fin! Es ella. Dejo mi pipa, corro hacia la puerta; los pasos siguen subiendo. Vuelvo a sentarme con el corazón oprimido; cuento los minutos, me acerco a la ventana; la nieve sigue cayendo en grandes copos, el viento sigue soplando, el frío sigue haciendo estragos. Intento leer, no sé lo que leo, solo pienso en ella, la excuso: la habrán retenido en el almacén, se habrá quedado en casa de su madre. ¡Hace tanto frío! Tal vez esté esperando un coche, pobre chiquita, ¡cómo voy a besar su naricilla fría y a sentarme a sus pies! Suenan las siete y media: ya no puedo estarme quieto, tengo el presentimiento de que no vendrá. ¡Vamos! Tratemos de cenar. Intento tragar algunos bocados pero mi garganta se cierra. ¡Ah! ¡ahora comprendo! Mil pequeñas naderías se yerguen ante mí; la duda, la implacable duda me tortura. Hace frío, pero ¿qué importan el frío, el viento, la nieve, cuando se ama? Sí, pero ella no me ama.
¡Oh! seré firme, la reprenderé enérgicamente; además, hay que acabar con esto, se está riendo de mí desde hace mucho tiempo; ¡qué demonios, ya no tengo dieciocho años! No es mi primera amante; ¡después de ella vendrá otra! ¿Se enfadará? ¡qué desgracia! ¡las mujeres no son un artículo escaso en París! Sí, es fácil decirlo, pero otra no sería mi pequeña Sylvie; ¡otra no sería este pequeño monstruo que me tiene locamente embobado! Camino a grandes zancadas, furiosamente, y mientras me pongo rabioso, el reloj tintinea alegremente y parece burlarse de mis angustias. Son las diez. Acostémonos. Me tiendo en la cama y dudo a la hora de apagar la luz; ¡bah! ¡da igual! apago. Furibundas iras me oprimen la garganta, me asfixio. ¡Ah! sí, todo ha terminado entre nosotros, bien terminado. ¡Ah! Dios mío, alguien sube; es ella, son sus pasos; me bajo de la cama, enciendo, abro.
-¡Eres tú! ¿De dónde vienes? ¿Por qué llegas tan tarde?
-Mi madre me ha entretenido.
-¡Tu madre!… hace tres días me dijiste que ya no ibas a su casa. ¿Sabes? Estoy muy enfadado; si no estás dispuesta a venir con más exactitud, pues…
-Pues… ¿qué?
-Pues nos enfadaremos.
-De acuerdo, enfadémonos ahora mismo; estoy cansada de que me riñas siempre. Si no estás contento me voy…
Tres veces cobarde, tres veces imbécil, ¡la retuve!
La ejecución
Por: Hermann Hesse
En su peregrinación, el maestro y algunos de sus discípulos bajaron de la montaña al llano y se encaminaron hacia las murallas de la gran ciudad. Ante la puerta se había congregado una gran muchedumbre. Cuando se hallaron más cerca vieron un cadalso levantado y los verdugos ocupados en llevar a rastras hacia el tajo a un individuo ya muy debilitado por el calabozo y los tormentos. La plebe se agolpaba alrededor del espectáculo. Hacían mofa del reo y le escupían, movían bulla y esperaban con impaciencia la decapitación.
-¿Quién será y qué delitos habrá perpetrado -se preguntaban unos a otros los discípulos- para que la multitud desee su muerte con tanto afán? Aquí no se ve a nadie que manifieste compasión ni que llore.
-Supongo que será un hereje -dijo el maestro con tristeza.
Siguieron acercándose, y cuando se vieron confundidos con el gentío los discípulos preguntaron a izquierda y derecha quién era y qué crímenes había cometido el que en aquellos momentos se arrodillaba frente al tajo.
-Es un hereje -decía la gente muy indignada-. ¡Hola! ¡Ahora inclina su cabeza condenada! ¡Acabemos de una vez! En verdad ese perro quiso enseñarnos que la ciudad del Paraíso tiene sólo dos puertas, ¡cuando a todos nosotros nos consta perfectamente que las puertas son doce!
Asombrados, los discípulos se reunieron alrededor del maestro y le preguntaron:
-¿Cómo lo adivinaste, maestro?
Él sonrió y, mientras echaba de nuevo a andar, dijo en voz baja:
-No ha sido difícil. Si fuese un asesino, o un bandolero o cualquier otra especie de criminal, habríamos visto entre las gentes del pueblo pena y compasión. Muchos llorarían y algunos hasta pondrían el grito en el cielo proclamando su inocencia. Al que tiene una creencia diferente, en cambio, se le puede sacrificar y echar su cadáver a los perros sin que el pueblo se inmute.
Miércoles 18 de marzo de 2020La hija del guardaagujas
Por: Vicente Huidobro
La casita del guardaagujas está junto a la línea férrea, al pie de una montaña tan empinada que sólo algunos árboles especiales pueden escalonar a gatas, aferrándose con sus raíces afiladas, agarrándose a los terrones hasta llegar a la cumbre.
La casita de madera desvencijada a causa del estremecimiento constante y los fragores. La casita pequeña en un terraplén de veinte metros junto a tres líneas.
Allí vive el guardaagujas con su mujer, contemplando pasar los trenes cargados de fantasmas que van de ciudad a ciudad. Cientos de trenes, trenes del norte al sur y trenes del sur al norte. Todos los días, todas las semanas, todo el año. Miles de trenes con millones de fantasmas, haciendo crujir los huesos de la montaña.
La mujer, como buena mujer, le ayuda a enhebrar los trenes por el justo camino.
La responsabilidad de tantas vidas satisfechas les ha puesto un gesto trágico en el rostro. Apenas si pueden sonreír cuando se quedan como suspendidos mirando a su pequeña, una criatura de tres años, graciosa, delicada, con gestos de flor y de paloma.
Pasan los trenes con el fragor de hierros y largos metales arrastrados de toda una ciudad que soltara sus amarras, de tantos fantasmas desencadenados y ebrios de libertad.
La hija del guardaagujas juega entre los trenes de su montaña con una confianza aterradora. Ignora que los niños ricos de la ciudad se entretienen con unos trenes pequeñitos como ratones sobre rieles de lata. Ella posee los trenes más grandes del mundo… y ya empieza a mirarlos con desprecio.
Es un encanto de niñita. Viva, despreocupada, suelta como si no quisiera apegarse a nadie. Se diría que un tren la arrojó allí al pasar como por casualidad.
En cambio sus padres viven pendientes de ella, la contemplan, mientras todavía es tiempo, la miman, la adoran.
Ellos saben que un día la va a matar un tren.
Martes 17 de marzo de 2020Fábula
Por: Fernando Pessoa
A una bordadora de un país remoto, su reina le encomendó que bordara, sobre seda o satén, una rosa blanca rodeada de hojas. La bordadora, como era muy joven, empezó a buscar por todas partes una rosa blanca perfecta, para bordar la suya a imagen y semejanza de esta. Pero sucedía que unas rosas eran menos bellas de lo que le convenía, y otras no eran tan blancas como debían. Pasó días y días, horas llorando, para encontrar la rosa que pudiera imitar en seda, y, como en los países remotos nunca deja de haber pena de muerte, ella bien sabía que, según las leyes de los cuentos como este, no podrían dejar de matarla si no bordaba la rosa blanca.
Al fin, a falta de un remedio mejor, bordó de memoria la rosa blanca que le habían exigido. Después de bordarla, la comparó con las de verdad que hay en los rosales. Sucedió que todas las rosas blancas eran exactamente iguales a la que había bordado, que cada una de ellas era exactamente aquella.
De modo que llevó su labor a palacio y es de imaginar que se casaría con el príncipe.
En el fabulario en el que está escrita, esta fábula no tiene moralidad. Precisamente, porque en la edad de oro, las fábulas no tenían moralidad.
Lunes 16 de marzo de 2020
Un paciente en disminución
Por: Macedonio Fernández
El señor Ga había sido tan asiduo, tan dócil y prolongado paciente del doctor Terapéutica que ahora ya era sólo un pie. Extirpados sucesivamente los dientes, las amígdalas, el estómago, un riñón, un pulmón, el bazo, el colon, ahora llegaba el valet del señor Ga a llamar al doctor Terapéutica para que atendiera el pie del señor Ga, que lo mandaba llamar.
El doctor Terapéutica examinó detenidamente el pie y “meneando con grave modo” la cabeza resolvió:
-Hay demasiado pie, con razón se siente mal: le trazaré el corte necesario, a un cirujano.
Sábado 14 de marzo de 2020
El contrabandista a pesar suyo
Por: Alexandre Dumas, padre
Entre todas las capitales de Suiza, Ginebra representa la aristocracia del dinero: es la ciudad del lujo, de las cadenas de oro, de los relojes, de los coches y de los caballos. Sus tres mil obreros surten aEuropa entera de joyas. El más elegante de los almacenes de joyería de Ginebra es sin disputa el de Beautte.
Estas joyas pagan un derecho por entrar en Francia, pero, mediante una comisión de un cinco por ciento, el señor Beautte se encarga de hacerlas llegar de contrabando. El negocio entre el comprador y el vendedor se hace con esta condición, a la luz del día y públicamente, como si no hubiese aduaneros en el mundo. Es verdad que el señor Beautte posee una maravillosa destreza para desbaratarles los planes; una anécdota entre mil vendrá en apoyo del elogio que nosotros le hacemos.
Cuando el señor conde de Saint-Cricq era director general de Aduanas oyó tan a menudo hablar de esta habilidad, gracias a la cual se engañaba la vigilancia de sus agentes, que resolvió asegurarse por sí mismo de si todo lo que se decía era verdad. Fue, en consecuencia, a Ginebra, se presentó en el almacén del señor Beautte y compró joyas por valor de treinta mil francos, con la condición de que les serían entregadas sin derechos de aduanas en su hotel de París. El señor Beautte aceptó la condición como hombre habituado a estas clases de negocios, y únicamente presentó al comprador una especie de contrato privado, por el cual se obligaba a pagar, además de los treinta mil francos de adquisición, el cinco por ciento de costumbre; éste sonrió, tornó una pluma, firmó de Saint-Cricq, director general de las Aduanas Francesas, y entregó el papel a Beautte, quien miró la firma y se contentó con responder inclinando la cabeza:
-Señor director de Aduanas, los objetos que usted me ha hecho el honor de comprar llegarán tan pronto como usted a París.
El señor de Saint-Cricq, picado en su amor propio, se tomó apenas el tiempo necesario para comer, envió a buscar unos caballos a la posta, y partió una hora después de haber cerrado el trato.
Al pasar la frontera, el señor de Saint-Cricq se hizo reconocer por los empleados que se aproximaron a visitar su coche, contó al jefe de Aduanas lo que acababa de sucederle, recomendó la vigilancia más activa en toda la línea y prometió una gratificación de cincuenta luises a aquel de los empleados que consiguiese coger las joyas prohibidas. Ni un aduanero durmió en tres días.
Durante este tiempo, el señor de Saint-Cricq llega a París, entra en su hotel, abraza a su mujer y a sus hijos y sube a su habitación para quitarse el traje de viaje.
La primera cosa que ve sobre la chimenea es una elegante caja, cuya forma le es desconocida. Se acerca a ella y lee sobre el escudo de plata que la adorna: Señor conde de Saint-Cricq, director general de Aduanas; la abre y encuentra las joyas que ha comprado en Ginebra.
Beautte se había entendido con uno de los mozos de la posada, que, al ayudar a los criados del señor de Saint-Cricq a hacer los paquetes de su amo, deslizó entre ellos la caja prohibida.
Llegado a París, el ayuda de cámara, viendo la elegancia del estuche y la inscripción particular allí grabada, se había apresurado a depositarlo sobre la chimenea de su amo.
Llegado a París, el ayuda de cámara, viendo la elegancia del estuche y la inscripción particular allí grabada, se había apresurado a depositarlo sobre la chimenea de su amo.
El señor director de Aduanas era el primer contrabandista de Francia.
Caronte
Por: Lord Dunsany
Caronte se inclinó hacia delante y remó. Todas las cosas eran una con su cansancio.
Para él no era una cosa de años o de siglos, sino de ilimitados flujos de tiempo, y una antigua pesadez y un dolor en los brazos que se habían convertido en parte de un esquema creado por los dioses y en un pedazo de Eternidad.
Si los dioses le hubieran mandado siquiera un viento contrario, esto habría dividido todo el tiempo en su memoria en dos fragmentos iguales.
Tan grises resultaban siempre las cosas donde él estaba que si alguna luminosidad se demoraba entre los muertos, en el rostro de alguna reina como Cleopatra, sus ojos no podrían percibirla.
Era extraño que actualmente los muertos estuvieran llegando en tales cantidades. Llegaban de a miles cuando acostumbraban a llegar de a cincuenta. No era la obligación ni el deseo de Caronte considerar el porqué de estas cosas en su alma gris. Caronte se inclinaba hacia adelante y remaba.
Entonces nadie vino por un tiempo. No era usual que los dioses no mandaran a nadie desde la Tierra por aquel espacio de tiempo. Mas los Dioses saben.
Entonces un hombre llegó solo. Y una pequeña sombra se sentó estremeciéndose en una playa solitaria y el gran bote zarpó. Solo un pasajero; los dioses saben. Y un Caronte grande y cansado remó y remó junto al pequeño, silencioso y tembloroso espíritu.
Y el sonido del río era como un poderoso suspiro lanzado por Aflicción, en el comienzo, entre sus hermanas, y que no pudo morir como los ecos del dolor humano que se apagan en las colinas terrestres, sino que era tan antiguo como el tiempo y el dolor en los brazos de Caronte.
Entonces, desde el gris y tranquilo río, el bote se materializó en la costa de Dis y la pequeña sombra, aún estremeciéndose, puso pie en tierra, y Caronte volteó el bote para dirigirse fatigosamente al mundo. Entonces la pequeña sombra habló, había sido un hombre.
-Soy el último -dijo.
Nunca nadie antes había hecho sonreír a Caronte, nunca nadie antes lo había hecho llorar.
El niño suicida
Por: Rafael Dieste
Cuando el tabernero acabó de leer aquella noticia inquietante -un niño se había suicidado pegándose un tiro en la sien derecha- habló el vagabundo desconocido que acababa de comer muy pobremente en un rincón de la tasca marinera, y dijo:
-Yo sé la historia de ese niño.
Pronunció la palabra niño de un modo muy particular. Así que los cuatro bebedores de aguardiente, los cinco de albariño y el tabernero se callaron y escucharon con gesto inquisidor y atento.
-Yo sé la historia de ese niño -repitió el vagabundo. Y tras una sagaz y bien medida pausa, comenzó:
-Allá por el mil ochocientos treinta, una beata que después murió de miedo vio salir del camposanto florido y oloroso de su aldea a un viejo muy viejo desnudo. Aquel viejo era un recién nacido. Antes de salir del vientre de la tierra madre había escogido él mismo esa manera de nacer. ¡Cuánto mejor ir de viejo a mozo que de mozo a viejo!, pensó siendo espíritu puro. A Nuestro Señor le chocó la idea. ¿Por qué no hacer la prueba? Y así, con su consentimiento, se formó en el seno de la tierra un esqueleto. Y después con carne de gusano, se hizo la carne del hombre. Y en la carne del hombre hormigueó el calorcillo de la sangre. Y como todo estaba listo, la tierra-madre parió. Parió un viejo desnudo.
“Cómo después el viejo encontró ropa y alimento es cosa de mucha risa. Llegó a las puertas de la ciudad y como todavía no sabía hablar, los alguaciles, después de echarle una capa encima, lo llevaron delante del juez, como si hubiesen sido testigos: Aquí le traemos a este pobre viejo que perdió el habla con la paliza que le dieron unos ladrones desaprensivos. No le dejaron ni la ropa.
“El juez dio órdenes y el viejo fue llevado a un hospital. Cuando salió, ya bien vestido y alimentado, le decían las monjitas: Va hecho un buen mozo. Hasta parece que perdió años.
“Por aquel entonces ya había aprendido a hablar algo y se hizo mendigo. Así anduvo muchas tierras. En Lourdes estuvo dos veces, la segunda tan rejuvenecido que, los que le habían conocido la primera vez, pensaron que había sido un milagro de la Virgen.
“Cuando adquirió suficiente experiencia pensó que lo mejor era mantener en secreto aquella extraña condición que lo hacía más joven cuantos más años corriesen. Así, no sabiéndolo nadie -a no ser uno o dos amigos fíeles- podría vivir mejor su verdadera vida.
“Trabajó de viejo y se hizo rico para descansar de joven. De los cincuenta a los quince años su vida fue lo más feliz que imaginarse pueda. Cada día gustaba más a las muchachas y anduvo envuelto con muchas y con las más bonitas. Y hasta dicen que una princesa… Pero de eso no estoy seguro.
“Cuando llegó a niño comenzó la vida a complicársele. Le daba miedo la sorpresa con que lo veían entrar tan libre en las tiendas a comprar golosinas y juguetes. Algún ratero de visera calada lo había seguido a veces a lo largo de muchas calles tortuosas. Y alguna vez comió sus golosinas temblando de angustia, con las lágrimas en los ojos y el almíbar en los labios. La última vez que lo encontré -tenía ocho años- estaba muy triste. ¡Cuánto pesaban en su espíritu de niño los recuerdos de su vejez!
“Luego comenzó a atosigarlo día y noche una obsesión tremenda. Cuando pasaran algunos años lo recogerían en cualquier calleja perdida. Quizá alguna señora rica y sin hijos. Después… ¡Quién sabe lo que pasaría después! La lactancia, los paseos en un carrito, con un sonajero de cascabeles en la tierna manecita. Y al final… ¡Oh! El final daba espanto. Cumplir su destino de hombre que vive al revés y refugiarse en el seno de la señora rica -puede que cuando ella durmiese- para ir allí consumiéndose hasta transformarse primero en una sanguijuela, después en un corpúsculo, y luego en pequeñísima simiente…”
El vagabundo se levantó muy pensativo, con las manos en los bolsillos, y comenzó a pasear muy amargado. Finalmente dijo:
-Me explico, sí, me explico que se diese un tiro en la sien el pobre muchacho.
Los cuatro bebedores de aguardiente, creían. Los cinco de albariño sonreían y dudaban. El tabernero negaba. Cuando todos discutían más animadamente, el tabernero de pronto se levantó de puntillas y se puso a mirar alrededor con los ojos muy abiertos. El vagabundo había desaparecido: sin pagar.
Miércoles 11 de marzo de 2020Anécdota antigua
Por: Anton Chejov
En tiempos de antaño, en Inglaterra, los criminales condenados a la pena de muerte gozaban del derecho a vender en vida sus cadáveres a los anatomistas y los fisiólogos. El dinero recibido de esta forma ellos se lo daban a sus familias o se lo bebían. Uno de ellos, atrapado en un crimen horrible, llamó a su lugar a un científico médico y, tras negociar con este hasta el hartazgo, le vendió su propia persona por dos guineas. Pero, al recibir el dinero, de pronto se empezó a carcajear…
—¿De qué se ríe? —se asombró el médico.
—¡Usted me compró a mí como un hombre que debe ser colgado —dijo el criminal, riéndose a carcajadas—, pero yo lo timé a usted! ¡Yo voy a ser quemado! ¡Ja, ja!
Aceite de perro
Por: Ambrose Bierce
Me llamo Boffer Bings. Nací de padres honestos en uno de los más humildes caminos de la vida: mi padre era fabricante de aceite de perro y mí madre poseía un pequeño estudio, a la sombra de la iglesia del pueblo, donde se ocupaba de los no deseados. En la infancia me inculcaron hábitos industriosos; no solamente ayudaba a mi padre a procurar perros para sus cubas, sino que con frecuencia era empleado por mi madre para eliminar los restos de su trabajo en el estudio. Para cumplir este deber necesitaba a veces toda mi natural inteligencia, porque todos los agentes de ley de los alrededores se oponían al negocio de mi madre. No eran elegidos con el mandato de oposición, ni el asunto había sido debatido nunca políticamente: simplemente era así. La ocupación de mi padre -hacer aceite de perro- era naturalmente menos impopular, aunque los dueños de perros desaparecidos lo miraban a veces con sospechas que se reflejaban, hasta cierto punto, en mí. Mi padre tenía, como socios silenciosos, a dos de los médicos del pueblo, que rara vez escribían una receta sin agregar lo que les gustaba designar Lata de Óleo. Es realmente la medicina más valiosa que se conoce; pero la mayoría de las personas es reacia a realizar sacrificios personales para los que sufren, y era evidente que muchos de los perros más gordos del pueblo tenían prohibido jugar conmigo, hecho que afligió mi joven sensibilidad y en una ocasión estuvo a punto de hacer de mí un pirata.
A veces, al evocar aquellos días, no puedo sino lamentar que, al conducir indirectamente a mis queridos padres a su muerte, fui el autor de desgracias que afectaron profundamente mi futuro.
Una noche, al pasar por la fábrica de aceite de mi padre con el cuerpo de un niño rumbo al estudio de mi madre, vi a un policía que parecía vigilar atentamente mis movimientos. Joven como era, yo había aprendido que los actos de un policía, cualquiera sea su carácter aparente, son provocados por los motivos más reprensibles, y lo eludí metiéndome en la aceitería por una puerta lateral casualmente entreabierta. Cerré en seguida y quedé a solas con mi muerto. Mi padre ya se había retirado. La única luz del lugar venía de la hornalla, que ardía con un rojo rico y profundo bajo uno de los calderos, arrojando rubicundos reflejos sobre las paredes. Dentro del caldero el aceite giraba todavía en indolente ebullición y empujaba ocasionalmente a la superficie un trozo de perro. Me senté a esperar que el policía se fuera, el cuerpo desnudo del niño en mis rodillas, y le acaricié tiernamente el pelo corto y sedoso. ¡Ah, qué guapo era! Ya a esa temprana edad me gustaban apasionadamente los niños, y mientras miraba al querubín, casi deseaba en mi corazón que la pequeña herida roja de su pecho -la obra de mi querida madre- no hubiese sido mortal.
Era mi costumbre arrojar los niños al río que la naturaleza había provisto sabiamente para ese fin, pero esa noche no me atreví a salir de la aceitería por temor al agente. “Después de todo”, me dije, “no puede importar mucho que lo ponga en el caldero. Mi padre nunca distinguiría sus huesos de los de un cachorro, y las pocas muertes que pudiera causar el reemplazo de la incomparable Lata de Óleo por otra especie de aceite no tendrán mayor incidencia en una población que crece tan rápidamente”. En resumen, di el primer paso en el crimen y atraje sobre mí indecibles penurias arrojando el niño al caldero.
Al día siguiente, un poco para mi sorpresa, mi padre, frotándose las manos con satisfacción, nos informó a mí y a mi madre que había obtenido un aceite de una calidad nunca vista por los médicos a quienes había llevado muestras. Agregó que no tenía conocimiento de cómo se había logrado ese resultado: los perros habían sido tratados en forma absolutamente usual, y eran de razas ordinarias. Consideré mi obligación explicarlo, y lo hice, aunque mi lengua se habría paralizado si hubiera previsto las consecuencias. Lamentando su antigua ignorancia sobre las ventaja de una fusión de sus industrias, mis padres tomaron de inmediato medidas para reparar el error. Mi madre trasladó su estudio a un ala del edificio de la fábrica y cesaron mis deberes en relación con sus negocios: ya no me necesitaban para eliminar los cuerpos de los pequeños superfluos, ni había por qué conducir perros a su destino: mi padre los desechó por completo, aunque conservaron un lugar destacado en el nombre del aceite. Tan bruscamente impulsado al ocio, se podría haber esperado naturalmente que me volviera ocioso y disoluto, pero no fue así. La sagrada influencia de mi querida madre siempre me protegió de las tentaciones que acechan a la juventud, y mi padre era diácono de la iglesia. ¡Ay, que personas tan estimables llegaran por mi culpa a tan desgraciado fin!
Al encontrar un doble provecho para su negocio, mi madre se dedicó a él con renovada asiduidad. No se limitó a suprimir a pedido niños inoportunos: salía a las calles y a los caminos a recoger niños más crecidos y hasta aquellos adultos que podía atraer a la aceitería. Mi padre, enamorado también de la calidad superior del producto, llenaba sus cubas con celo y diligencia. En pocas palabras, la conversión de sus vecinos en aceite de perro llegó a convertirse en la única pasión de sus vidas. Una ambición absorbente y arrolladora se apoderó de sus almas y reemplazó en parte la esperanza en el Cielo que también los inspiraba.
Tan emprendedores eran ahora, que se realizó una asamblea pública en la que se aprobaron resoluciones que los censuraban severamente. Su presidente manifestó que todo nuevo ataque contra la población sería enfrentado con espíritu hostil. Mis pobres padres salieron de la reunión desanimados, con el corazón destrozado y creo que no del todo cuerdos. De cualquier manera, consideré prudente no ir con ellos a la aceitería esa noche y me fui a dormir al establo.
A eso de la medianoche, algún impulso misterioso me hizo levantar y atisbar por una ventana de la habitación del horno, donde sabía que mi padre pasaba la noche. El fuego ardía tan vivamente como si se esperara una abundante cosecha para mañana. Uno de los enormes calderos burbujeaba lentamente, con un misterioso aire contenido, como tomándose su tiempo para dejar suelta toda su energía. Mi padre no estaba acostado: se había levantado en ropas de dormir y estaba haciendo un nudo en una fuerte soga. Por las miradas que echaba a la puerta del dormitorio de mi madre, deduje con sobrado acierto sus propósitos. Inmóvil y sin habla por el terror, nada pude hacer para evitar o advertir. De pronto se abrió la puerta del cuarto de mi madre, silenciosamente, y los dos, aparentemente sorprendidos, se enfrentaron. También ella estaba en ropas de noche, y tenía en la mano derecha la herramienta de su oficio, una aguja de hoja alargada.
Tampoco ella había sido capaz de negarse el último lucro que le permitían la poca amistosa actitud de los vecinos y mi ausencia. Por un instante se miraron con furia a los ojos y luego saltaron juntos con ira indescriptible. Luchaban alrededor de la habitación, maldiciendo el hombre, la mujer chillando, ambos peleando como demonios, ella para herirlo con la aguja, él para ahorcarla con sus grandes manos desnudas. No sé cuánto tiempo tuve la desgracia de observar ese desagradable ejemplo de infelicidad doméstica, pero por fin, después de un forcejeo particularmente vigoroso, los combatientes se separaron repentinamente.
El pecho de mi padre y el arma de mi madre mostraban pruebas de contacto. Por un momento se contemplaron con hostilidad, luego, mi pobre padre, malherido, sintiendo la mano de la muerte, avanzó, tomó a mi querida madre en los brazos desdeñando su resistencia, la arrastró junto al caldero hirviente, reunió todas sus últimas energías ¡y saltó adentro con ella! En un instante ambos desaparecieron, sumando su aceite al de la comisión de ciudadanos que había traído el día anterior la invitación para la asamblea pública.
Convencido de que estos infortunados acontecimientos me cerraban todas las vías hacia una carrera honorable en ese pueblo, me trasladé a la famosa ciudad de Otumwee, donde se han escrito estas memorias, con el corazón lleno de remordimiento por el acto de insensatez que provocó un desastre comercial tan terrible.
Aforismo
Por: Oscar Wilde
Los hombres querrían ser siempre el primer amor de una mujer. Tal es su necia vanidad. Las mujeres tienen un instinto más sutil para las cosas: les gusta ser el último amor de un hombre.
La casa encantada
Por: Virginia Woolf
A cualquier hora que una se despertara, una puerta se estaba cerrando. De cuarto en cuarto iba, cogida de la mano, levantando aquí, abriendo allá, cerciorándose, una pareja de duendes.
«Lo dejamos aquí», decía ella. Y él añadía: «¡Sí, pero también aquí!» «Está arriba», murmuraba ella. «Y también en el jardín», musitaba él. «No hagamos ruido», decían, «o les despertaremos.»
Pero no era esto lo que nos despertaba. Oh, no. «Lo están buscando; están corriendo la cortina», podía decir una, para seguir leyendo una o dos páginas más. «Ahora lo han encontrado», sabía una de cierto, quedando con el lápiz quieto en el margen. Y, luego, cansada de leer, quizás una se levantara, y fuera a ver por sí misma, la casa toda ella vacía, las puertas quietas y abiertas, y sólo las palomas torcaces expresando con sonidos de burbuja su contentamiento, y el zumbido de la trilladora sonando allá, en la granja. «¿Por qué he venido aquí? ¿Qué quería encontrar?» Tenía las manos vacías. «¿Se encontrará acaso arriba?» Las manzanas se hallaban en la buhardilla. Y, en consecuencia, volvía a bajar, el jardín estaba quieto y en silencio como siempre, pero el libro se había caído al césped.
Pero lo habían encontrado en la sala de estar. Aun cuando no se les podía ver. Los vidrios de la ventana reflejaban manzanas, reflejaban rosas; todas las hojas eran verdes en el vidrio. Si ellos se movían en la sala de estar, las manzanas se limitaban a mostrar su cara amarilla. Sin embargo, en el instante siguiente, cuando la puerta se abría, esparcido en el suelo, colgando de las paredes, pendiente del techo… ¿qué? Yo tenía las manos vacías. La sombra de un tordo cruzó la alfombra; de los más profundos pozos de silencio la paloma torcaz extrajo su burbuja de sonido. «A salvo, a salvo, a salvo…», latía suavemente el pulso de la casa. «El tesoro está enterrado; el cuarto…», el pulso se detuvo bruscamente. Bueno, ¿era esto el tesoro enterrado?
Un momento después, la luz se había debilitado. ¿Afuera, en el jardín quizá? Pero los árboles tejían penumbras para un vagabundo rayo de sol. Tan hermoso, tan raro, frescamente hundido bajo la superficie el rayo que yo buscaba siempre ardía detrás del vidrio. Muerte era el vidrio; muerte mediaba entre nosotros; acercándose primero a la mujer, cientos de años atrás, abandonando la casa, sellando todas las ventanas; las estancias quedaron oscurecidas. Él lo dejó allí, él la dejó a ella, fue al norte, fue al este, vio las estrellas aparecer en el cielo del sur; buscó la casa, la encontró hundida bajo la loma. «A salvo, a salvo, a salvo», latía alegremente el pulso de la casa. «El tesoro es tuyo.»
El viento sube rugiendo por la avenida. Los árboles se inclinan y vencen hacia aquí y hacia allá. Rayos de luna chapotean y se derraman sin tasa en la lluvia. Rígida y quieta arde la vela. Vagando por la casa, abriendo ventanas, musitando para no despertarnos, la pareja de duendes busca su alegría.
«Aquí dormimos», dice ella. Y él añade: «Besos sin número.» «El despertar por la mañana…» «Plata entre los árboles…» «Arriba…» «En el jardín…» «Cuando llegó el verano…» «En la nieve invernal…» Las puertas siguen cerrándose a lo lejos, distantes, con suave sonido como el latido de un corazón.
Se acercan más; cesan en el pasillo. Cae el viento, resbala plateada la lluvia en el vidrio. Nuestros ojos se oscurecen; no oímos pasos a nuestro lado; no vemos a señora alguna extendiendo su manto fantasmal. Las manos del caballero forman pantalla ante la linterna. Con un suspiro, él dice: «Míralos, profundamente dormidos, con el amor en los labios.»
Inclinados, sosteniendo la linterna de plata sobre nosotros, nos miran larga y profundamente. Larga es su espera. Entra directo el viento; la llama se vence levemente. Locos rayos de luna cruzan suelo y muro, y, al encontrarse, manchan los rostros inclinados; los rostros que consideran; los rostros que examinan a los durmientes y buscan su dicha oculta.
«A salvo, a salvo, a salvo», late con orgullo el corazón de la casa. «Tantos años…», suspira él. «Me has vuelto a encontrar.» «Aquí», murmura ella, «dormida; en el jardín leyendo; riendo, dándoles la vuelta a las manzanas en la buhardilla. Aquí dejamos nuestro tesoro…» Al inclinarse, su luz levanta mis párpados. «¡A salvo! ¡A salvo! ¡A salvo!», late enloquecido el pulso de la casa. Me despierto y grito: «¿Es este el tesoro enterrado de ustedes? La luz en el corazón.»
Miedo
Por: Gabriela Mistral
Yo no quiero que a mi niña
golondrina me la vuelvan;
se hunde volando en el Cielo
y no baja hasta mi estera;
en el alero hace el nido
y mis manos no la peinan.
Yo no quiero que a mi niña
golondrina me la vuelvan.
Yo no quiero que a mi niña
la vayan a hacer princesa.
Con zapatitos de oro
¿cómo juega en las praderas?
Y cuando llegue la noche
a mi lado no se acuesta...
Yo no quiero que a mi niña
la vayan a hacer princesa.
Y menos quiero que un día
me la vayan a hacer reina.
La subirían al trono
a donde mis pies no llegan.
Cuando viniese la noche
yo no podría mecerla...
¡Yo no quiero que a mi niña
me la vayan a hacer reina!
golondrina me la vuelvan;
se hunde volando en el Cielo
y no baja hasta mi estera;
en el alero hace el nido
y mis manos no la peinan.
Yo no quiero que a mi niña
golondrina me la vuelvan.
Yo no quiero que a mi niña
la vayan a hacer princesa.
Con zapatitos de oro
¿cómo juega en las praderas?
Y cuando llegue la noche
a mi lado no se acuesta...
Yo no quiero que a mi niña
la vayan a hacer princesa.
Y menos quiero que un día
me la vayan a hacer reina.
La subirían al trono
a donde mis pies no llegan.
Cuando viniese la noche
yo no podría mecerla...
¡Yo no quiero que a mi niña
me la vayan a hacer reina!
Jueves 05 de marzo de 2020
¡Adiós!
Por: Alfonsina Storni
Las cosas que mueren jamás resucitan,
las cosas que mueren no tornan jamás.
¡Se quiebran los vasos y el vidrio que queda
es polvo por siempre y por siempre será!
Cuando los capullos caen de la rama
dos veces seguidas no florecerán...
¡Las flores tronchadas por el viento impío
se agotan por siempre, por siempre jamás!
¡Los días que fueron, los días perdidos,
los días inertes ya no volverán!
¡Qué tristes las horas que se desgranaron
bajo el aletazo de la soledad!
¡Qué tristes las sombras, las sombras nefastas,
las sombras creadas por nuestra maldad!
¡Oh, las cosas idas, las cosas marchitas,
las cosas celestes que así se nos van!
¡Corazón... silencia!... ¡Cúbrete de llagas!...
-de llagas infectas- ¡cúbrete de mal!...
¡Que todo el que llegue se muera al tocarte,
corazón maldito que inquietas mi afán!
¡Adiós para siempre mis dulzuras todas!
¡Adiós mi alegría llena de bondad!
¡Oh, las cosas muertas, las cosas marchitas,
las cosas celestes que no vuelven más! ...
las cosas que mueren no tornan jamás.
¡Se quiebran los vasos y el vidrio que queda
es polvo por siempre y por siempre será!
Cuando los capullos caen de la rama
dos veces seguidas no florecerán...
¡Las flores tronchadas por el viento impío
se agotan por siempre, por siempre jamás!
¡Los días que fueron, los días perdidos,
los días inertes ya no volverán!
¡Qué tristes las horas que se desgranaron
bajo el aletazo de la soledad!
¡Qué tristes las sombras, las sombras nefastas,
las sombras creadas por nuestra maldad!
¡Oh, las cosas idas, las cosas marchitas,
las cosas celestes que así se nos van!
¡Corazón... silencia!... ¡Cúbrete de llagas!...
-de llagas infectas- ¡cúbrete de mal!...
¡Que todo el que llegue se muera al tocarte,
corazón maldito que inquietas mi afán!
¡Adiós para siempre mis dulzuras todas!
¡Adiós mi alegría llena de bondad!
¡Oh, las cosas muertas, las cosas marchitas,
las cosas celestes que no vuelven más! ...
Con tu retrato
Por: Delmira Agustini
Yo no sé si mis ojos o mis manos
encendieron la vida en tu retrato;
nubes humanas, rayos sobrehumanos,
todo tu Yo de Emperador innato
amanece a mis ojos, en mis manos.
¡Por eso, toda en llamas, yo desato
cabellos y alma para tu retrato,
y me abro en flor!… Entonces, soberanos
de la sombra y la luz, tus ojos graves
dicen grandezas que yo sé y tú sabes…
y te dejo morir… Queda en mis manos
una gran mancha lívida y sombría…
¡Y renaces en mi melancolía
formado de astros fríos y lejanos!
Martes 03 de marzo de 2020
El viejo en el puente
Ernest Hemingway
Un viejo con gafas de montura de acero y la ropa cubierta de polvo estaba
sentado a un lado de la carretera. Había un pontón que cruzaba el río, y lo
atravesaban carros, camiones y hombres, mujeres y niños. Los carros tirados por
bueyes subían tambaleándose la empinada orilla cuando dejaban el puente, y los
soldados ayudaban empujando los radios de las ruedas. Los camiones subían
chirriando y se alejaban a toda prisa y los campesinos avanzaban hundiéndose en
el polvo hasta los tobillos. Pero el viejo estaba allí sentado sin moverse.
Estaba demasiado cansado para continuar.
Mi misión era cruzar el puente, explorar la cabeza de puente que había más
allá, y averiguar hasta dónde había avanzado el enemigo. La cumplí y regresé
por el puente. Ahora había menos carros y poca gente a pie, y el hombre seguía
allí.
-¿De dónde viene? -le pregunté.
-De San Carlos -dijo, y sonrió.
Era su ciudad natal, por lo que le
llenó de satisfacción mencionarla, y sonrió.
-Cuidaba de los animales -explicó.
-Oh -dije, sin entenderlo del todo.
-Sí -dijo-, ya ve, me quedé cuidando
de los animales. Fui el último que salió de San Carlos.
No tenía pinta de pastor ni de
vaquero, y tras observar su ropa negra y cubierta de polvo, su rostro gris
cubierto de polvo y sus gafas de montura de acero, dije:
-¿Qué animales eran?
-Animales diversos -dijo negando con
la cabeza-. Tuve que dejarlos.
Yo estaba contemplando el puente y
el aspecto de paisaje africano del delta del Ebro y me preguntaba cuánto
tardaríamos en ver al enemigo, y todo el rato estaba atento por si oía los
primeros ruidos que delataran ese misterioso suceso denominado contacto, y el
hombre seguía allí sentado.
-¿Qué animales eran? -pregunté.
-En total tres clases de animales
-explicó-. Había dos cabras y un gato y cuatro pares de palomos.
-¿Y los ha dejado? -pregunté.
-Sí. Por culpa de la artillería. El
capitán me dijo que me fuera por culpa de la artillería.
-¿Y no tiene familia? -pregunté,
vigilando el otro extremo del puente, donde los últimos carros bajaban deprisa
la pendiente de la orilla.
-No -dijo-. Sólo los animales que le
he dicho. Al gato, naturalmente, no le pasará nada. Un gato sabe cuidarse, pero
no quiero ni pensar qué va a ser de los otros.
-¿En qué bando está usted? -le
pregunté.
-Yo no tengo bando -dijo-. Tengo
setenta y seis años. Llevo andados doce kilómetros y creo que ya no puedo
seguir.
-Este no es un buen lugar para
pararse -dije-. Si puede llegar, hay camiones en el desvío a Tortosa.
-Esperaré un poco -dijo-, y luego
seguiré. ¿Adónde van esos camiones?
-A Barcelona -le dije.
-No conozco a nadie en esa dirección
-dijo-, pero muchas gracias. Se lo repito, muchas gracias.
Me miró sin expresión, cansado, y a
continuación, necesitando compartir su preocupación con alguien, dijo:
-Al gato no le pasará nada, estoy
seguro. No hay por qué inquietarse por un gato. Pero a los demás, ¿qué cree que
les pasará a los demás?
-Bueno, probablemente tampoco les
pasará nada.
-¿De verdad lo cree?
-¿Por qué no? -dije mirando la otra
orilla, donde ya no había carretas.
-Pero ¿qué harán cuando empiece el
fuego de la artillería, si a mí me dijeron que me fuera por culpa de la
artillería?
-¿Dejó abierta la jaula de los
palomos? -pregunté.
-Sí.
-Entonces saldrán volando.
-Sí, seguro que saldrán volando.
Pero los demás. Más vale no pensar en los demás -dijo.
-Si ya ha descansado, yo si fuera
usted me iría -le insistí- . Levántese e intente andar.
-Gracias -dijo, y se puso en pie,
avanzó haciendo eses y volvió a sentarse sobre el polvo, dejándose caer.
-Yo sólo cuidaba los animales -dijo
sin energía, pero ya no hablaba conmigo-. Sólo cuidaba a los animales.
No se podía hacer nada por él. Era
Domingo de Pascua y los fascistas avanzaban hacia el Ebro. Era un día gris y
las nubes iban bajas, por lo que sus aviones no volaban. Eso, y que los gatos
supieran cuidarse solos, era toda la buena suerte que tendría aquel hombre.
Poema 15
Por: Pablo Neruda
Me gustas cuando
callas porque estás como ausente,
y me oyes desde
lejos, y mi voz no te toca.
Parece que los
ojos se te hubieran volado
y parece que un
beso te cerrara la boca.
Como todas las
cosas están llenas de mi alma
emerges de las
cosas, llena del alma mía.
Mariposa de
sueño, te pareces a mi alma,
y te pareces a la
palabra melancolía;
Me gustas cuando
callas y estás como distante.
Y estás como
quejándote, mariposa en arrullo.
Y me oyes desde
lejos, y mi voz no te alcanza:
déjame que me
calle con el silencio tuyo.
Déjame que te
hable también con tu silencio
claro como una
lámpara, simple como un anillo.
Eres como la
noche, callada y constelada.
Tu silencio es de
estrella, tan lejano y sencillo.
Me gustas cuando
callas porque estás como ausente.
Distante y
dolorosa como si hubieras muerto.
Una palabra
entonces, una sonrisa bastan.
Y estoy alegre,
alegre de que no sea cierto.
Sábado 29 de febrero de 2020
Venus
Por: Rubén Darío
En la tranquila noche, mis nostalgias amargas sufría.
En busca de quietud, bajé al fresco y callado jardín.
En el oscuro cielo, Venus bella temblando lucía,
como incrustado en ébano un dorado y divino jazmín.
A mi alma enamorada, una reina oriental parecía,
que esperaba a su amante, bajo el techo de su camarín,
o que, llevada en hombros, la profunda extensión recorría,
triunfante y luminosa, recostada sobre un palanquín.
«¡Oh reina rubia! -dije-, mi alma quiere dejar su crisálida
y volar hacia ti, y tus labios de fuego besar;
y flotar en el nimbo que derrama en tu frente luz pálida,
y en siderales éxtasis no dejarte un momento de amar.»
El aire de la noche, refrescaba la atmósfera cálida.
Venus, desde el abismo, me miraba con triste mirar.
Viernes 28 de febrero de 2020El retrato oval
Por: Edgar Allan Poe
El castillo en el cual mi criado se le había ocurrido penetrar a la fuerza en vez de permitirme, malhadadamente herido como estaba, de pasar una noche al ras, era uno de esos edificios mezcla de grandeza y de melancolía que durante tanto tiempo levantaron sus altivas frentes en medio de los Apeninos, tanto en la realidad como en la imaginación de Mistress Radcliffe. Según toda apariencia, el castillo había sido recientemente abandonado, aunque temporariamente. Nos instalamos en una de las habitaciones más pequeñas y menos suntuosamente amuebladas. Estaba situada en una torre aislada del resto del edificio. Su decorado era rico, pero antiguo y sumamente deteriorado. Los muros estaban cubiertos de tapicerías y adornados con numerosos trofeos heráldicos de toda clase, y de ellos pendían un número verdaderamente prodigioso de pinturas modernas, ricas de estilo, encerradas en sendos marcos dorados, de gusto arabesco. Me produjeron profundo interés, y quizá mi incipiente delirio fue la causa, aquellos cuadros colgados no solamente en las paredes principales, sino también en una porción de rincones que la arquitectura caprichosa del castillo hacía inevitable; hice a Pedro cerrar los pesados postigos del salón, pues ya era hora avanzada, encender un gran candelabro de muchos brazos colocado al lado de mi cabecera, y abrir completamente las cortinas de negro terciopelo, guarnecidas de festones, que rodeaban el lecho. Quíselo así para poder, al menos, si no reconciliaba el sueño, distraerme alternativamente entre la contemplación de estas pinturas y la lectura de un pequeño volumen que había encontrado sobre la almohada, en que se criticaban y analizaban.
Leí largo tiempo; contemplé las pinturas religiosas devotamente; las horas huyeron, rápidas y silenciosas, y llegó la media noche. La posición del candelabro me molestaba, y extendiendo la mano con dificultad para no turbar el sueño de mi criado, lo coloqué de modo que arrojase la luz de lleno sobre el libro.
Pero este movimiento produjo un efecto completamente inesperado. La luz de sus numerosas bujías dio de pleno en un nicho del salón que una de las columnas del lecho había hasta entonces cubierto con una sombra profunda. Vi envuelto en viva luz un cuadro que hasta entonces no advirtiera. Era el retrato de una joven ya formada, casi mujer. Lo contemplé rápidamente y cerré los ojos. ¿Por qué? No me lo expliqué al principio; pero, en tanto que mis ojos permanecieron cerrados, analicé rápidamente el motivo que me los hacía cerrar. Era un movimiento involuntario para ganar tiempo y recapacitar, para asegurarme de que mi vista no me había engañado, para calmar y preparar mi espíritu a una contemplación más fría y más serena. Al cabo de algunos momentos, miré de nuevo el lienzo fijamente.
No era posible dudar, aun cuando lo hubiese querido; porque el primer rayo de luz al caer sobre el lienzo, había desvanecido el estupor delirante de que mis sentidos se hallaban poseídos, haciéndome volver repentinamente a la realidad de la vida.
El cuadro representaba, como ya he dicho, a una joven. se trataba sencillamente de un retrato de medio cuerpo, todo en este estilo que se llama, en lenguaje técnico, estilo de viñeta; había en él mucho de la manera de pintar de Sully en sus cabezas favoritas. Los brazos, el seno y las puntas de sus radiantes cabellos, pendíanse en la sombra vaga, pero profunda, que servía de fondo a la imagen. El marco era oval, magníficamente dorado, y de un bello estilo morisco. Tal vez no fuese ni la ejecución de la obra, ni la excepcional belleza de su fisonomía lo que me impresionó tan repentina y profundamente. No podía creer que mi imaginación, al salir de su delirio, hubiese tomado la cabeza por la de una persona viva. Empero, los detalles del dibujo, el estilo de viñeta y el aspecto del marco, no me permitieron dudar ni un solo instante. Abismado en estas reflexiones, permanecí una hora entera con los ojos fijos en el retrato. Aquella inexplicable expresión de realidad y vida que al principio me hiciera estremecer, acabó por subyugarme. Lleno de terror y respeto, volví el candelabro a su primera posición, y habiendo así apartado de mi vista la causa de mi profunda agitación, me apoderé ansiosamente del volumen que contenía la historia y descripción de los cuadros. Busqué inmediatamente el número correspondiente al que marcaba el retrato oval, y leí la extraña y singular historia siguiente:
“Era una joven de peregrina belleza, tan graciosa como amable, que en mal hora amó al pintor y se desposó con él. Él tenía un carácter apasionado, estudioso y austero, y había puesto en el arte sus amores; ella, joven, de rarísima belleza, toda luz y sonrisas, con la alegría de un cervatillo, amándolo todo, no odiando más que el arte, que era su rival, no temiendo más que la paleta, los pinceles y demás instrumentos importunos que le arrebataban el amor de su adorado. Terrible impresión causó a la dama oír al pintor hablar del deseo de retratarla. Mas era humilde y sumisa, y sentóse pacientemente, durante largas semanas, en la sombría y alta habitación de la torre, donde la luz se filtraba sobre el pálido lienzo solamente por el cielo raso. El artista cifraba su gloria en su obra, que avanzaba de hora en hora, de día en día. Y era un hombre vehemente, extraño, pensativo y que se perdía en mil ensueños; tanto que no veía que la luz que penetraba tan lúgubremente en esta torre aislada secaba la salud y los encantos de su mujer, que se consumía para todos excepto para él. Ella, no obstante, sonreía más y más, porque veía que el pintor, que disfrutaba de gran fama, experimentaba un vivo y ardiente placer en su tarea, y trabajaba noche y día para trasladar al lienzo la imagen de la que tanto amaba, la cual de día en día tornábase más débil y desanimada. Y, en verdad, los que contemplaban el retrato, comentaban en voz baja su semejanza maravillosa, prueba palpable del genio del pintor, y del profundo amor que su modelo le inspiraba. Pero, al fin, cuando el trabajo tocaba a su término, no se permitió a nadie entrar en la torre; porque el pintor había llegado a enloquecer por el ardor con que tomaba su trabajo, y levantaba los ojos rara vez del lienzo, ni aun para mirar el rostro de su esposa. Y no podía ver que los colores que extendía sobre el lienzo borrábanse de las mejillas de la que tenía sentada a su lado. Y cuando muchas semanas hubieron transcurrido, y no restaba por hacer más que una cosa muy pequeña, sólo dar un toque sobre la boca y otro sobre los ojos, el alma de la dama palpitó aún, como la llama de una lámpara que está próxima a extinguirse. Y entonces el pintor dio los toques, y durante un instante quedó en éxtasis ante el trabajo que había ejecutado. Pero un minuto después, estremeciéndose, palideció intensamente herido por el terror, y gritó con voz terrible: “¡En verdad, esta es la vida misma!” Se volvió bruscamente para mirar a su bien amada: ¡Estaba muerta!“
Angustia
Stéphane Mallarmé
Hoy no vengo a vencer tu cuerpo, oh bestia llena
de todos los pecados de un pueblo que te ama,
ni a alzar tormentas tristes en tu impura melena
bajo el tedio incurable que mi labio derrama.
Pido a tu lecho el sueño sin sueños ni tormentos
con que duermes después de tu engaño, extenuada,
tras el telón ignoto de los remordimientos,
tú que, más que los muertos, sabes lo que es la nada.
Porque el Vicio, royendo mi majestad innata,
con su esterilidad como a ti me ha marcado;
pero mientras tu seno sin compasión recata
un corazón que nada turba, yo huyo, deshecho,
pálido, por el lúgubre sudario obsesionado,
¡con terror de morir cuando voy solo al lecho!
Traducción de Andrés Holguín
Miércoles 26 de febrero de 2020
Fantasía de Puck
Manuel Machado
A Silvio Rebello
El hada pequeñita
de las piedras preciosas
que vive en un coral
busca al gnomo que habita
la corteza rugosa
de un antiguo nogal.
de las piedras preciosas
que vive en un coral
busca al gnomo que habita
la corteza rugosa
de un antiguo nogal.
Y, juntos, de la mano
para hacer travesuras,
aquella noche van,
como hermana y hermano,
por las sendas oscuras
de la selva ideal…
para hacer travesuras,
aquella noche van,
como hermana y hermano,
por las sendas oscuras
de la selva ideal…
Detrás va su cortejo
de dudas y sospechas…
Y una marcha triunfal
saluda al crimen, viejo
que ruge y canta endechas
con su voz de puñal.
de dudas y sospechas…
Y una marcha triunfal
saluda al crimen, viejo
que ruge y canta endechas
con su voz de puñal.
Van los presentimientos
junto a las intenciones…
Con los recuerdos van
los malos pensamientos,
las locas tentaciones
ahogadas al brotar.
junto a las intenciones…
Con los recuerdos van
los malos pensamientos,
las locas tentaciones
ahogadas al brotar.
Todo lo que hay de sueños
de otra vida perdido;
lo que pasó o vendrá.
Vagas curvas de ensueños:
lo que casi no ha sido…,
lo que tal vez será…
de otra vida perdido;
lo que pasó o vendrá.
Vagas curvas de ensueños:
lo que casi no ha sido…,
lo que tal vez será…
Va, callado, cruzando
el cortejo discreto
por la selva ideal…
¡Viene el día temblando…;
va a romper el secreto
la aurora al despuntar!…
el cortejo discreto
por la selva ideal…
¡Viene el día temblando…;
va a romper el secreto
la aurora al despuntar!…
Mas sólo vio, al mostrarse,
una burbuja sobre
las olas del mar…
Y una cara borrarse
en la corteza pobre
del antiguo nogal.
una burbuja sobre
las olas del mar…
Y una cara borrarse
en la corteza pobre
del antiguo nogal.
Martes 25 de febrero de 2020
Hay un instante...
Guilllermo Valencia
Hay un instante del crepúsculo
en que las cosas brillan más,
fugaz momento palpitante
de una morosa intensidad.
Se aterciopelan los ramajes,
pulen las torres su perfil,
burila un ave su silueta
sobre el plafondo de zafir.
Muda la tarde, se concentra
para el olvido de la luz,
y la penetra un don süave
de melancólica quietud,
como si el orbe recogiese
todo su bien y su beldad,
toda su fe, toda su gracia
contra la sombra que vendrá...
Mi ser florece en esa hora
de misterioso florecer;
llevo un crepúsculo en el alma,
de ensoñadora placidez;
en él revientan los renuevos
de la ilusión primaveral,
y en él me embriago con aromas
de algún jardín que hay ¡más allá!...
Lunes 24 de febrero de 2020
A Adriana
Por: José Asunción Silva
Mientras que acaso piensa tu tristeza
En la patria distante y sientes frío
Al mirar donde estás, y el desvarío
De la fiebre conmueve tu cabeza,
Yo soñando en tu amor y en tu belleza,
Amor jamás por mi desgracia mío
De la profundidad de mi alma, envío
A la pena un saludo de terneza.
Si cuando va mi pensamiento errante
A buscarte en parejas de otro mundo
Con la nostalgia se encontrara a solas
Sobre las aguas de la mar gigante
Entre el cielo purísimo y profundo
Y el vaivén infinito de las olas.
En la patria distante y sientes frío
Al mirar donde estás, y el desvarío
De la fiebre conmueve tu cabeza,
Yo soñando en tu amor y en tu belleza,
Amor jamás por mi desgracia mío
De la profundidad de mi alma, envío
A la pena un saludo de terneza.
Si cuando va mi pensamiento errante
A buscarte en parejas de otro mundo
Con la nostalgia se encontrara a solas
Sobre las aguas de la mar gigante
Entre el cielo purísimo y profundo
Y el vaivén infinito de las olas.
La sonrisa de la
mujer y el alma del poeta
José Eusebio Caro
Hay en mi sér
potencias adormidas,
hay en mi mente
ocultos pensamientos,
hay en mi corazón
presentimientos
cuyo poder y cuyo
fin no sé:
como a la madre
son desconocidas
las formas de ese
sér misterioso
que entre su seno
bulle tembloroso,
y es algo ya, mas
nadie sabe qué!
¡Mas cuando estoy
contigo y a tu lado,
y oigo tu voz y miro
tu sonrisa,
siento pasar por
mí de Dios la brisa,
siento nacer un
hombre nuevo en mí!
Y entonces,
dominando lo pasado,
y el vago
porvenir y lo presente,
en cerco inmenso
ensánchase mi mente,
cuyo foco de vida
irradia en ti!
Entonces las
potencias que en mí callan,
una tras otra, a
mi presencia llegan,
y juntas, ya,
radiantes se despliegan
cual aureola en
torno de mi faz:
fuerzas de amor
ignotas en mí estallan,
y soy capaz de
cosas buenas,
grandes, capaz de
todo cuanto entonces mandes,
y de martirio y
de virtud capaz!
Oh! cuando al fin
mi alma desprendida
del barro vil, a
Dios levante el vuelo,
no dará tánta luz
allá en el cielo
cual la luz que a
tu lado esparce aquí!
Y el serafín,
custodio de mi vida,
al presentarse a
mí por vez primera,
sonrisa no traerá tan hechicera
cual la sonrisa
que hoy adoro en ti!
Tus ojos
Jorge Isaacs
“Son mi ley vuestros antojos e Infierno vuestros rigores, ojos negros soñadores más queridos que mis ojos. Ojos que me prometéis, cuando me miráis vencido, lo que jamás es cumplido, ¿perder mi amor no teméis? Soñé que os encontraría y os hallé para perderos, ojos que negáis severos lo que implora el alma mía.
Bajo sus luengas pestañas vuestra luz sorprendí en vano, ¡Bellas noches de verano de mis nativas montañas! Ojos que me prometéis, cuando me miráis vencido, lo que jamás es cumplido, ¿Perder mi amor no teméis?”
El baile de los
muertos
Goethe (1749-1832).
El guardián miró
hacia abajo en la medio de la noche:
Sobre las tumbas
que yacen dispersas allí,
Con su luz
plateada la luna llenaba el espacio,
Y la iglesia como
el día parecía brillar,
Entonces vió,
primero una tumba, y luego otra que se abría,
Y hombres y
mujeres fueron vistos al avanzar,
Envueltos en
pálidas y níveas mortajas.
Apurados por
correr pronto doblaron los tobillos,
Girando en rondas
y danzas tan alegres,
El joven y el
viejo, el rico y los pobres.
Pero las mortajas
les molestaban,
Y como la
modestia no puede perturbarlos,
Se sacudieron, y
pronto aparecieron los sudarios
Dispersos y
confusos sobre las tumbas.
Entonces agitaron
las piernas, estremecieron los muslos,
Mientras la tropa
con extraños gestos avanzaba,
Los gritos y
clamores se elevaron alto,
Hasta que el tiempo y la danza marcaron el mismo ritmo.
La vista del guardián parecía abrumada de maravillas
Cuando el villano Tentador le habló así al oído:
Aprovecha una de las mortajas que allí yacen.
Rápido como el pensamiento la tomó y huyó
Detrás del portal de la capilla a toda velocidad;
La luna seguía derramando su blanquecina luz
Sobre la danza que temerariamente se desarrollaba.
Pero los bailarines se fueron retirando uno a uno,
Y sus mortajas, mientras se desvanecían, reposaron,
Y bajo el césped todo estuvo tranquilo.
Pero uno de ellos tropieza y queda tendido allí,
E intenta alcanzar el sepulcro con desesperación;
Sin embargo, sus camaradas lo ignoraban,
Y él percibió el aroma del sudario en el aire.
Así que agitó la puerta, pues el guardián se protegía,
Para repeler al enemigo, bajo el bendito peso
De las cruces de metal.
El sudario debe conseguir, pues sin él no hay descanso,
Permaneció unos instantes reflexionando
Sobre los ornamentos góticos que el espectro ansiaba.
¡Pobre guardián! ¡Su destino está sellado!
Como una larga y espantosa araña, en súbito andar,
Así avanzaba el pérfido y espantoso gusano.
El guardián tembló, y la palidez lo sobrecogió;
Mientras el fantasma buscaba su sombría mortaja,
Cuando al final (ahora nada puede salvarlo)
En un diente de hierro fue capturado,
Cuando el luctuoso brillo de la luna se apagaba,
Cuando sonoro estalló el trueno de la campana,
Desvaneciendo el
esqueleto, deshecho en átomos.
Rima XXIX
Gustavo Adolfo Bécquer
Sobre la falda tenía
el libro abierto;
en mi mejilla tocaban
sus rizos negros;
no veíamos letras
ninguno creo;
mas guardábamos ambos
hondo silencio.
¿Cuánto duró? Ni aun entonces
pude saberlo.
Sólo sé que no se oía
más que el aliento,
que apresurado escapaba
del labio seco.
Sólo sé que nos volvimos
los dos a un tiempo,
y nuestros ojos se hallaron
¡y sonó un beso!
*
Creación de Dante era el libro;
era su Infierno.
Cuando a él bajamos los ojos,
yo dije trémulo:
¿Comprendes ya que un poema
cabe en un verso?
Y ella respondió encendida:
¡Ya lo comprendo!
el libro abierto;
en mi mejilla tocaban
sus rizos negros;
no veíamos letras
ninguno creo;
mas guardábamos ambos
hondo silencio.
¿Cuánto duró? Ni aun entonces
pude saberlo.
Sólo sé que no se oía
más que el aliento,
que apresurado escapaba
del labio seco.
Sólo sé que nos volvimos
los dos a un tiempo,
y nuestros ojos se hallaron
¡y sonó un beso!
*
Creación de Dante era el libro;
era su Infierno.
Cuando a él bajamos los ojos,
yo dije trémulo:
¿Comprendes ya que un poema
cabe en un verso?
Y ella respondió encendida:
¡Ya lo comprendo!
Tigre, tigre, que te enciendes en luz
por los bosques de la noche ¿qué mano inmortal, qué ojo pudo idear tu terrible simetría?
¿En qué profundidades distantes,
en qué cielos ardió el fuego de tus ojos? ¿Con qué alas osó elevarse? ¿Qué mano osó tomar ese fuego?
¿Y qué hombro, y qué arte
pudo tejer la nervadura de tu corazón? Y al comenzar los latidos de tu corazón, ¿qué mano terrible? ¿Qué terribles pies?
¿Qué martillo? ¿Qué cadena?
¿En qué horno se templó tu cerebro? ¿En qué yunque? ¿Qué tremendas garras osaron sus mortales terrores dominar?
Cuando las estrellas arrojaron sus lanzas
y bañaron los cielos con sus lágrimas ¿sonrió al ver su obra? ¿Quien hizo al cordero fue quien te hizo?
Tigre, tigre, que te enciendes en luz,
por los bosques de la noche ¿qué mano inmortal, qué ojo osó idear tu terrible simetría? |
Abel y Caín
Charles Baudelaire
I
Raza de Abel, traga y dormita;
Dios te sonríe complacido
Raza de Caín, en el fango
Cae y miserablemente muere.
Raza de Abel, tu sacrificio
¡Le huele bien al Serafín!
Raza de Caín, tu suplicio
¿Tendrá un final alguna vez?
Raza de Abel, mira tus siembras
y tus rebaños prosperar;
Raza de Caín, tus entrañas
Aúllan hambrientas como un can.
Raza de Abel, caldea tu vientre
Junto a la lumbre patriarcal;
Raza de Caín, en tu antro,
Pobre chacal, ¡tiembla de frío!
Raza de Abel, ¡ama y pulula!
Tu oro también produce hijos;
Raza de Caín, corazón ígneo,
Cuídate de esos apetitos.
Raza de Abel, creces y engordas
¡Como chinche en la madera!
Raza de Caín, por los caminos,
Lleva a tu gente temerosa.
II
¡Ah, raza de Abel, tu carroña
Abonará el humeante suelo!
Raza de Caín, tu tarea
Todavía no la cumpliste;
Raza de Abel, mira tu oprobio:
¡El chuzo al hierro venció!
Raza de Caín, sube al cielo,
¡Y arroja a Dios sobre la tierra!
El gesto de la muerte
Autor: Jean Cocteau
Un joven jardinero persa dice a su príncipe:
-¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta mañana. Me hizo un gesto de amenaza. Esta noche, por milagro, quisiera estar en Ispahán.
El bondadoso príncipe le presta sus caballos. Por la tarde, el príncipe encuentra a la Muerte y le pregunta:
-Esta mañana ¿por qué hiciste a nuestro jardinero un gesto de amenaza?
-No fue un gesto de amenaza -le responde- sino un gesto de sorpresa. Pues lo veía lejos de Ispahán esta mañana y debo tomarlo esta noche allí.
La sentencia
Aquella noche, en la hora de la rata, el emperador soñó que había salido de su palacio y que en la oscuridad caminaba por el jardín, bajo los árboles en flor. Algo se arrodilló a sus pies y le pidió amparo. El emperador accedió; el suplicante dijo que era un dragón y que los astros le habían revelado que al día siguiente, antes de la caída de la noche, Wei Cheng, ministro del emperador, le cortaría la cabeza. En el sueño, el emperador juró protegerlo.
Al despertarse, el emperador preguntó por Wei Cheng. Le dijeron que no estaba en el palacio; el emperador lo mandó buscar y lo tuvo atareado el día entero, para que no matara al dragón, y hacia el atardecer le propuso que jugaran al ajedrez. La partida era larga, el ministro estaba cansado y se quedó dormido.
Un estruendo conmovió la tierra. Poco después irrumpieron dos capitanes, que traían una inmensa cabeza de dragón empapada en sangre. La arrojaron a los pies del emperador y gritaron:
-¡Cayó del cielo!
Wei Cheng, que había despertado, la miró con perplejidad y observó:
-Qué raro, yo soñé que mataba a un dragón así.
Cómo la sabiduría se esparció por el mundo
Cuento anónimo africano
En Taubilandia vivía en tiempos remotos, remotísimos, un hombre que poseía toda la sabiduría del mundo. Se llamaba este hombre Padre Ananzi, y la fama de su sabiduría se había extendido por todo el país, hasta los más apartados rincones, y así sucedía que de todos los ámbitos acudían a visitarlo las gentes para pedirle consejo y aprender de él.
Pero he aquí que aquellas gentes se comportaron indebidamente y Ananzi se enfadó con ellos. Entonces pensó en la manera de castigarlos.
Tras largas y profundas meditaciones decidió privarles de la sabiduría, escondiéndola en un lugar tan hondo e insospechado que nadie pudiera encontrarla.
Pero él ya había prodigado sus consejos y ellos contenían parte de la sabiduría que, ante todo, debía recuperar. Y lo consiguió; al menos así lo pensaba nuestro Ananzi.
Ahora debía buscar un lugarcito donde esconder el cacharro de la sabiduría; y, sí, también él sabía un lugar. Y se dispuso a llevar hasta allí su preciado tesoro.
Pero… Padre Ananzi tenía un hijo que tampoco tenía un pelo de tonto; se llamaba Kweku Tsjin. Y cuando éste vio a su padre andar tan misteriosamente y con tanta cautela de un lado a otro con su pote, pensó para sus adentros:
-¡Cosa de gran importancia debe ser ésa!
Y como listo que era, se puso ojo avizor, para vigilar lo que Padre Ananzi se proponía.
Como suponía, lo oyó muy temprano por la mañana, cuando se levantaba. Kweku prestó mucha atención a todo cuanto su padre hacía, sin que éste lo advirtiera. Y cuando poco después Ananzi se alejaba rápida y sigilosamente, saltó de un brinco de la cama y se dispuso a seguir a su padre por donde quiera que éste fuese, con la precaución de que no se diera cuenta de ello.
Kweku vio pronto que Ananzi llevaba una gran jarra, y le aguijoneaba la curiosidad de saber lo que en ella había.
Ananzi atravesó el poblado; era tan de mañana que todo el mundo dormía aún; luego se internó profundamente en el bosque.
Cuando llegó a un macizo de palmeras altas como el cielo, buscó la más esbelta de todas y empezó a trepar con la jarra o pote de la sabiduría pendiendo de un cordel que llevaba atado por la parte delantera del cuello.
Indudablemente, quería esconder el Jarro de la Sabiduría en lo más alto de la copa del árbol, donde seguramente ningún mortal había de acudir a buscarlo… Pero era difícil y pesada la ascensión; con todo, seguía trepando y mirando hacia abajo. No obstante la altura, no se asustó, sino que seguía sube que te sube.
El jarro que contenía toda la sabiduría del mundo oscilaba de un lado a otro, ya a derecha ya a izquierda, igual que un péndulo, y otras veces entre su pecho y el tronco del árbol. ¡La subida era ardua, pero Ananzi era muy tozudo! No cesó de trepar hasta que Kweku Tsjin, que desde su puesto de observatorio se moría de curiosidad, ya no lo podía distinguir.
-Padre -le gritó- ¿por qué no llevas colgado de la espalda ese jarro preciado? ¡Tal como te lo propones, la ascensión a la más alta copa te será empresa difícil y arriesgada!
Apenas había oído Ananzi estas palabras, se inclinó para mirar a la tierra que tenía a sus pies.
-Escucha -gritó a todo pulmón- yo creía haber metido toda la sabiduría del mundo en este jarro, y ahora descubro, de repente, que mi propio hijo me da lección de sabiduría. Yo no me había percatado de la mejor manera de subir este jarro sin incidente y con relativa comodidad hasta la copa de este árbol. Pero mi hijito ha sabido lo bastante para decírmelo.
Su decepción era tan grande que, con todas sus fuerzas, tiró el Jarro de la Sabiduría todo lo lejos que pudo. El jarro chocó contra una piedra y se rompió en mil pedazos.
Y como es de suponer, toda la sabiduría del mundo que allí dentro estaba encerrada se derramó, esparciéndose por todos los ámbitos de la tierra.
Continuidad de los parques
Autor:Julio Cortázar
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
Martes 11 de febrero de 2020
EL HALCÓN DEL REY SINDABAD
(Tomado de "Las mil y una noches")
“Dicen que entre los reyes de Fars hubo uno muy, aficionado a diversiones, a paseos por los jardines y a toda especie de cacerías. Tenía un halcón adiestrado por él mismo, y no lo dejaba de día ni de noche pues hasta por la noche lo tenía sujeto al puño. Cuando iba de caza lo llevaba consigo, y le había colgado del cuello un vasito de oro, en el cual le daba de beber. Un día estaba el rey sentado en su palacio, y vio de pronto venir al wekil que estaba encargado de las aves de caza, y le dijo: “¡Oh rey de los siglos! Llegó la época de ir de caza.” Entonces el rey hizo sus preparativos y se puso el halcón en el puño. Salieron después y llegaron a un valle, donde armaron las redes de caza. Y de pronto cayó una gacela en las redes. Entonces dijo el rey: “Mataré a aquel por cuyo lado pase la gacela.” Empezaron a estrechar la red en torno de la gacela, que se aproximó al rey y se enderezó sobre las patas como si quisiera besar la tierra delante del rey. Entonces el rey comenzó a dar palmadas para hacer huir a la gacela, pero ésta brincó y pasó por encima de su cabeza y se internó tierra adentro. El rey se volvió entonces hacia los guardas, y vio que guiñaban los ojos maliciosamente, Al presenciar tal cosa, le dijo al visir: “¿Por qué se hacen esas señas mis soldados?” Y el visir contestó: “Dicen que has jurado matar a aquel por cuya proximidad pasase la gacela.” Y el rey exclamó: “¡Por mi vida! ¡Hay que perseguir y alcanzar a esa gacela!” Y se puso a galopar, siguiendo el rastro, y pudo alcanzarla. El halcón le dio con el pico en los ojos de tal manera, que la cegó y la hizo sentir vértigos. Entonces el rey, empuñó su maza, golpeando con ella a la gacela hasta hacerla caer desplomada. En seguida descabalgó, degollándola y desollándola, y colgó del arzón, de la silla los despojos. Hacía bastante calor, y aquel lugar era desierto, árido, y carecía de agua. El rey tenía sed y también el caballo. Y el rey se volvió y vio un árbol del cual brotaba agua como manteca. El rey llevaba la mano cubierta con un guante de piel; cogió el vasito del cuello del halcón, lo llenó de aquella agua, y lo colocó delante del ave, pero ésta dio con la pata al vaso y lo volcó. El rey cogió el vaso por segunda vez, lo llenó, y como seguía creyendo que el halcón tenía sed, se lo puso delante, pero el halcón le dio con la pata por segunda vez y lo volcó. Y el rey se encolerizó, contra el halcón, y cogió por tercera vez el vaso, pero se la presentó al caballo, y el halcón derribó el vaso con el ala. Entonces dijo el rey: ¡Alah te sepulte, oh la más nefasta de las aves de mal agüero! No me has dejado beber, ni has bebido tú, ni has dejado que beba el caballo.” Y dio con su espada al halcón y le cortó las alas. Entonces el halcón, irguiendo la cabeza; le dijo por señas. “Mira lo que hay en el árbol.” Y el rey levantó los ojos y vio en el árbol una serpiente, y el líquido que corría era su veneno. Entonces el rey se arrepintió de haberle cortado las alas al halcón. Después se levantó, montó a caballo, se fue, llevándose la gacela, y llegó a su palacio. Le dio la gacela al cocinero, y le dijo: “Tómala y guísala.” Luego se sentó en su trono, sin soltar al halcón. Pero el halcón, tras una especie de estertor, murió. El rey al ver esto, prorrumpió en gritos de dolor y de amargura por haber matado al halcón que le había salvado de la muerte.
Lunes 10 de febrero de 2020
Los
tres anillos- Giovanni Boccaccio
(Tomado de "El decamerón")
Años atrás vivió un
hombre llamado Saladino, cuyo valor era tan grande que llegó a sultán de
Babilonia y alcanzó muchas victorias sobre los reyes sarracenos y cristianos.
Habiendo gastado todo su tesoro en diversas guerras y en sus incomparables
magnificencias, y como le hacía falta, para un compromiso que le había
sobrevenido, una fuerte suma de dinero, y no veía de dónde lo podía sacar tan
pronto como lo necesitaba, le vino a la memoria un acaudalado judío llamado
Melquisedec, que prestaba con usura en Alejandría, y creyó que éste hallaría el
modo de servirle, si accedía a ello; mas era tan avaro, que por su propia
voluntad jamás lo habría hecho, y el sultán no quería emplear la fuerza; por lo
que, apremiado por la necesidad y decidido a encontrar la manera de que el
judío le sirviese, resolvió hacerle una consulta que tuviese las apariencias de
razonable. Y habiéndolo mandado llamar, lo recibió con familiaridad y lo hizo
sentar a su lado, y después le dijo:
-Buen hombre, a muchos he
oído decir que eres muy sabio y muy versado en el conocimiento de las cosas de
Dios, por lo que me gustaría que me dijeras cuál de las tres religiones
consideras que es la verdadera: la judía, la mahometana o la cristiana.
El judío, que
verdaderamente era sabio, comprendió de sobra que Saladino trataba de atraparlo
en sus propias palabras para hacerle alguna petición, y discurrió que no podía
alabar a una de las religiones más que a las otras si no quería que Saladino
consiguiera lo que se proponía. Por lo que, aguzando el ingenio, se le ocurrió
lo que debía contestar y dijo:
-Señor, intrincada es la
pregunta que me haces, y para poderte expresar mi modo de pensar, me veo en el
caso de contarte la historia que vas a oír. Si no me equivoco, recuerdo haber
oído decir muchas veces que en otro tiempo hubo un gran y rico hombre que entre
otras joyas de gran valor que formaban parte de su tesoro, poseía un anillo
hermosísimo y valioso, y que queriendo hacerlo venerar y dejarlo a perpetuidad
a sus descendientes por su valor y por su belleza, ordenó que aquel de sus
hijos en cuyo poder, por legado suyo, se encontrase dicho anillo, fuera
reconocido como su heredero, y debiera ser venerado y respetado por todos los
demás como el mayor. El hijo a quien fue legada la sortija mantuvo semejante
orden entre sus descendientes, haciendo lo que había hecho su antecesor, y en
resumen: aquel anillo pasó de mano en mano a muchos sucesores, llegando por último
al poder de uno que tenía tres hijos bellos y virtuosos y muy obedientes a su
padre, por lo que éste los amaba a los tres de igual manera. Y los jóvenes, que
sabían la costumbre del anillo, deseoso cada uno de ellos de ser el honrado
entre los tres, por separado y como mejor sabían, rogaban al padre, que era ya
viejo, que a su muerte les dejase aquel anillo. El buen hombre, que de igual
manera los quería a los tres y no acertaba a decidirse sobre cuál de ellos
sería el elegido, pensó en dejarlos contentos, puesto que a cada uno se lo
había prometido, y secretamente encargó a un buen maestro que hiciera otros dos
anillos tan parecidos al primero que ni él mismo, que los había mandado hacer,
conociese cuál era el verdadero. Y llegada la hora de su muerte, entregó
secretamente un anillo a cada uno de los hijos, quienes después que el padre
hubo fallecido, al querer separadamente tomar posesión de la herencia y el
honor, cada uno de ellos sacó su anillo como prueba del derecho que
razonablemente lo asistía. Y al hallar los anillos tan semejantes entre sí, no
fue posible conocer quién era el verdadero heredero de su padre, cuestión que
sigue pendiente todavía. Y esto mismo te digo, señor, sobre las tres leyes
dadas por Dios Padre a los tres pueblos que son el objeto de tu pregunta: cada
uno cree tener su herencia, su verdadera ley y sus mandamientos; pero en esto,
como en lo de los anillos, todavía está pendiente la cuestión de quién la
tenga.
Saladino conoció que el
judío había sabido librarse astutamente del lazo que le había tendido, y, por
lo tanto, resolvió confiarle su necesidad y ver si le quería servir; así lo
hizo, y le confesó lo que había pensado hacer si él no le hubiese contestado
tan discretamente como lo había hecho. El judío entregó generosamente toda la
suma que el sultán le pidió, y éste, después, lo satisfizo por entero, lo
cubrió de valiosos regalos y desde entonces lo tuvo por un amigo al que
conservó junto a él y lo colmó de honores y distinciones.
Buenas noches, profe, la lectura del 28 de marzo por favor, para enviarle fotos de la lectura, es el unico que me falta :)
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